El papel imprescindible de los abuelos

Para Movimiento Viva México por Raúl Espinoza Aguilera (*)

“Hay muchas personas que simplemente viven, vegetan, pero no tienen pasión por vivir. Por ello, es muy bueno que te forjes metas altas en tu vida. No te conformes con la mediocridad. Esfuérzate por superarte siempre, en tus estudios de bachillerato, universidad, como profesionista o en tu lugar de trabajo, para que seas un hombre de bien.”, recuerdo que me decía, con firme determinación, mi abuelo.

Tuve la fortuna de convivir intensamente con mis abuelos maternos. Me gustaba conversar con ellos porque pensaba: “Son como mi otro ‘yo’, que ya vivieron y tienen una gran riqueza espiritual y muchas experiencias de vida que pueden transmitirme”.

Mi abuelo era agricultor, ganadero y accionista en un importante banco. Pero nunca quiso jubilarse. “Eso no es para mí; no lo soportaría. Quiero seguir trabajando hasta el final de mis días”, decía. Y cumplió. Antes del amanecer, después de un par de tazas con café, iba al rancho. Regresaba, al caer la tarde, cansado pero satisfecho. Y le dedicaba tiempo a mi abuela Rosita y a mi madre y a mis tíos para ayudarles en sus tareas escolares y, con el paso de los años, a los nietos.

Siempre permaneció activo y cultivó numerosas amistades. “Es muy importante en la vida tener amigos de verdad -me decía-, que te puedan orientar, dar un buen consejo cuando lo necesites y, a la vez, que tú les brindes con prontitud el auxilio que necesiten, pero desinteresadamente”.

Mis abuelos tuvieron once hijos y cada uno de mis tíos un promedio de cinco descendientes. Las reuniones familiares en cumpleaños o Día de las Madres fueron inolvidables. No eran lujosos banquetes, pero estaban llenos de alegría y ese cordial trato con los tíos, primos y parientes.

Mis abuelos me enseñaron a hacer obras de misericordia, pero sin pregonarlas ni presumirlas. Ayudaron a un párroco desde sus estudios iniciales y luego, con el paso del tiempo, cuando lo nombraron Rector de un Seminario, ellos le mandaban costales de trigo, de frijoles, de arroz, garbanzo, quesos, leche… para los numerosos seminaristas. Lo mismo que a unas religiosas que cuidaban de niños huérfanos, enfermos y de ancianos. Sostuvieron la pensión mensual y los estudios de numerosos seminaristas. De estas últimas ayudas, nos enteramos en los funerales de mi abuelo, cuando asistieron muchas de estas personas beneficiadas y le daban gracias a mi abuela.

A ella nunca la vi sin realizar quehaceres. Trabajaba de sol a sol. Le encantaba ir al mercado, hacer las compras y saludar a sus amistades; tenía un enorme cariño por sus familiares y vecinas. Los animales tenían un lugar especial en su casa. “Me gusta mucho escuchar cómo cantan los pajarillos y me divierten mis numerosos perritos; son como mis otros hijos -decía sonriente-. Pero a todos los dejo en la huerta, solo a mi consentido le permito entrar en la cocina”. Ese era Zafiro, un perrito pequinés. Ella tenía un carácter amable y servicial, pero decía las verdades con claridad. “No se puede dejar de corregir a los hijos o a los nietos y les tengo que decir con franqueza si han actuado bien o mal, es mi deber”, aseguraba.

Los relatos de mi abuelo sobre la Revolución y posrevolución eran apasionantes y detallados (le tocó escuchar los discursos de Madero, Carranza, Obregón). Cuando pedí autorización a mis padres para venirme a continuar mis estudios universitarios en la capital, mis padres y los demás tíos se opusieron rotundamente, pero él dijo con su típica voz sonora y firme, sentenció: “Déjenlo ir. Allá se valdrá por sí mismo; sabrá resolver su propios problemas y dificultades; será más autónomo e independiente y le ayudará mucho en su madurez”. Y cuando le conté que había ido a España a realizar mi posgrado en Comunicación en Navarra, no cabía de gozo. Cuando le comenté sobre mi vocación de entrega total a Dios, me preguntó: “¿Eres feliz donde estás?” Y le respondí: “Muchísimo, veo que es el camino por el que me llama Dios”. Él concluyó: “¡Eso es lo más importante! Y no les hagas ningún caso a los que se oponen a tu entrega. Solo te pediría una cosa más: que le seas muy fiel a Dios y para toda la vida, ¿me entiendes?”

Me considero un privilegiado por estos admirables abuelos que tuve –que, por supuesto, tuvieron sus defectos, como todas las personas-, porque me dieron un testimonio de vida maravilloso. Entre otras cosas, con su matrimonio muy unido. Pienso que, en nuestro país, los abuelos han sido un factor clave para la unidad familiar, para esas valiosas reconciliaciones entre los hijos y los nietos, para que unos y otros se quieran, se perdonen y se ayuden mutuamente. Y cuando es preciso, no dudan en colaborar económicamente con los estudios de los nietos, o para cubrir los gastos de una operación, ayudar a un hijo temporalmente sin empleo o encargarse d ellos nietos mientras sus padre4s trabajan. Su herencia espiritual y su buen ejemplo son bienes inconmensurables. Por ello, me parece de justicia reconocer esa labor callada pero tan eficaz de nuestros queridos abuelos.

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